Injusticia intergeneracional
Mis abuelos vivieron hasta los 94 años, mi bisabuela hasta los 97 y si se supone que con los años mejora la esperanza de vida, ¿por qué mi padre que tenía 84 años no calificaría para un trasplante? Porque sus años de sobrevida son pocos, dijeron. Para nosotras, diez años más a su lado eran una eternidad. Pero nada pudimos hacer ante un razonamiento que privilegia a los más productivos. Ahí siguió, cada día con más litros de oxígeno y menos vida.
Con este criterio, la nuestra parece ser una sociedad que lejos de reconocer a quienes nos han precedido, los castiga al considerarlos desechables, por ello a la hora de pagarles una pensión “digna” calcula su esperanza de vida en 115 años, pero para prestarles un servicio de salud solo reconoce el derecho de los menores de 80, 70 e incluso 60 años, dependiendo del criterio del galeno de turno, porque en nuestro país, ante la ausencia de comités de ética intrahospitalarios de asistencia que organicen las reglas de procedimiento, prima la aplicación de una bioética desmarcada de los derechos humanos donde “cada médico carga con sus muertos”.
Soluciones de este tipo o como las que circulan en los últimos días ante el colapso de los servicios de salud, a pesar de todos los esfuerzos del sector y de gran parte de la población, son contrarias a la Declaración universal de bioética de la UNESCO (2005), que señala que la bioética o ética aplicable a la medicina y otras ciencias de la vida, debe aplicarse en el marco de los derechos humanos. Igualmente, en el ámbito nacional, tenemos los Lineamientos para la aplicación de la bioética, donde se relieva la igualdad ontológica de los seres humanos, indistintamente de la etapa de vida por la que atraviesen (Decreto Supremo N°011-2011.JUS).
Por último, la Resolución 1/2020 de la Comisión Interamericana de Derechos Humanos sobre la “Pandemia y derechos humanos en las Américas” advierte la urgencia de “supervisar que los protocolos médicos, las decisiones sobre recursos médicos y tratamientos en relación al COVID-19 sean implementados sin discriminación en razón de la edad…” (párrafo 43).
Al ser las personas adultas mayores uno de los grupos de mayor vulnerabilidad al riesgo o de especial protección como las nombra el Plan Nacional de Derechos Humanos, contrariamente a lo que se pretende, como sociedad tenemos mayores obligaciones para mejorar su disponibilidad y accesibilidad a los servicios de salud, conforme a un estándar mínimo de justicia intergeneracional, reconociendo y agradeciendo a nuestros padres y abuelos, no a los míos, no a los tuyos, a todos aquellos que posibilitaron nuestra existencia.
Entonces, como sostiene el filósofo español Roberto Aramayo, no se debe confundir una opción puntual en un momento determinado con un principio ético universal, es decir, no se puede hacer del criterio de exclusión de la edad un criterio válido para cualquiera, siempre y en todos los casos. Las excepciones no suplantan la regla, sino que más bien la confirman.
Pero como la pandemia nos agarró sin normas de bioética y con un sistema de salud que no es sistema, queda claro que necesitamos desarrollar un conjunto de criterios que ayuden a ponderar y no a condenar al grupo poblacional de adultos mayores, contar con comités de ética intrahospitalarios y con profesionales formados en bioética y derechos humanos.
Ahora cerraré este artículo, porque me empieza a faltar el aire.
Artículo publicado originalmente en el Diario La República el 08.06.2020