De castraciones químicas y realidades que no cambian
Los violadores merecen nuestro desprecio más profundo, merecen nuestros peores sentimientos y deseos. Acabar con ellos, es el gran desafío que como sociedad tenemos. Es una deuda pendiente que nos avergüenza cuando tenemos al frente a niñas, adolescentes y mujeres, principales víctimas de estos horrorosos actos.
Pero lamentablemente nuestro país, no ha decidido aún poner fin a la cultura de la violación sexual; a esa cultura que está a flor de piel y que puede quedar perennizada en una frase “las niñas están en un escaparate”. En esta frase, que fuera acuñada por el Sr. Cipriani, se condensa lo que justifica y mantiene esta situación de impunidad, no solo judicial, sino ética y social.
Las estrategias recorridas no han sido muchas, sino más bien pobres y de muy escaso esfuerzo, todo centrado en normas penales para que los violadores paguen por este crimen, lo cual, por supuesto se saluda, pero estas penas altas no disuaden, no previenen, no desalientan al agresor.
Pensando también en el violador, se encuentra como propuesta la pena de muerte, y más allá de un análisis profundo que sustente lo ineficaz de esta medida, todo indica, que en un país como el nuestro, se debería ejecutar cada año, entonces, un número muy alto de familiares o conocidos de las víctimas.
La propuesta más reciente, nuevamente pensando en el violador, es la castración química. Es decir, inyectar a los agresores una dosis de hormona cada cierto período de tiempo para que sus niveles de testosterona disminuyan y con ello su impulso sexual.
Pues algunas personas pueden pensar que pasará igual que cuando castran a su mascota, sea un perro o un gato, a los cuales se les va el impulso sexual, así, al ver una hembra en celo ya no se afanan por montarla, pues déjenme decirles que eso no sucede con los hombres humanos.
Pensar que ello, es sostener que los hombres tienen el impulso irrefrenable de aparearse, y que la violación sexual es parte entonces de su instinto, desconociendo por completo que las sexualidades humanas tienen un componente mediado por el desarrollo cognitivo y emocional, asociados al placer: Los seres humanos construimos nuestras relaciones sexuales mucha más alejadas de los instintos y hoy mucho más alejadas de la reproducción o supervivencia de la especie.
Lo que motiva a un violador no es tener la testosterona alta, lo que motiva a un violador no es el placer sexual, o el deseo irrefrenable de aparearse; sino la sensación de poder de dominio sobre su víctima, -generalmente mujeres- la reafirmación que puede disponer de ella cuando se le antoje, así sea esta una niña; y como muchos relatos conocidos “solamente comportarse como varones”, pues entonces, pensar que una inyección de hormonas acabará con la violencia, es iluso.
Entonces, pongámonos a pensar en las víctimas de una vez por todas, en las mujeres, en las niñas. Afrontemos el real desafío que significa cambiar al sistema que sostiene su inferioridad, que sostiene que son unas putas, unas malnacidas si se niegan a tener sexo; comencemos a emprender una real justicia con las víctimas encerrando a los violadores y generando los cambios educativos.
Es necesario invertir en una reforma educativa que, paso a paso, vaya cambiando siglos de una política sexual basada en el pecado, violencia y poder, vaya formando nuevas generaciones para quienes la igualdad sea lo que marque sus relaciones sociales y sexuales. De lo contrario, preparemos un gran almacén para que cada niño al nacer reciba su inyección de hormonas que no cambiará en nada la realidad.
Rossina Guerrero
Directora de Incidencia Política
Promsex
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