La lucha de una niña violada
Hace siete años, un hospital público impidió el aborto legal de una menor abusada sexualmente que quiso matarse. Quedó inválida. Un comité de la ONU halló responsable al Estado. Aún no es indemnizada.
El 31 de marzo del 2007, la menor L.C., de 13 años, intentó suicidarse lanzándose al vacío desde lo alto de un edificio del Callao. No se mató. Ingresó al hospital público Alcides Carrión con la columna vertebral rota, y, según el diagnóstico, debía ser operada para evitar el riesgo de discapacidad física permanente. Fue programada una intervención quirúrgica para el 12 de abril. Llegado el día, no se produjo. La madre preguntó el motivo y los médicos lo dieron: L.C. estaba embarazada.
La niña venía siendo abusada sexualmente por un vecino adulto desde los 11 años. Quiso matarse a causa de los forzamientos y por la sospecha que tenía de su embarazo. El hospital, aunque admitía la necesidad de una operación para evitar la invalidez e infecciones, se declaró imposibilitado de hacerla por motivos legales. En realidad —como se demostró posteriormente, en una investigación internacional— privilegió la función reproductiva a la salud de una mujer.
L.C. padecía además un síndrome ansioso depresivo. Para lo cual, a causa del embarazo, tampoco podía recibir tratamiento.
ABORTO ESPONTÁNEO
Cinco días después, de común acuerdo con L.C., la madre solicitó la interrupción del embarazo. Se basó en el artículo 119 del Código Penal: «No es punible el aborto practicado por un médico con el consentimiento de la mujer embarazada o de su representante legal, si lo tuviere, cuando es el único medio para salvar la vida de la gestante o para evitar en su salud un mal grave y permanente». Pasaron las semanas y el hospital no respondía a la solicitud.
El 30 de mayo, finalmente, una junta médica del hospital se pronunció: la vida de L.C. no corría peligro, y por lo tanto la interrupción del embarazo era improcedente. Intervino la Defensoría del Pueblo, pidiendo un informe a la Comisión de Alto Nivel de Salud Reproductiva del Colegio Médico del Perú. Su opinión fue que se justificaba un aborto terapéutico porque «la salud física y mental de la niña está en grave riesgo». Era la circunstancia exigida por la ley para proceder al aborto. Basada en el informe, la madre pidió al hospital reconsiderar su negativa.
Fue entonces cuando L.C. sufrió un aborto espontáneo. Libres de todo impedimento, los médicos recién la operaron el 11 de junio. Casi tres meses después de haberse declarado la necesidad de una intervención.
INVALIDEZ PERPETUA
Cuando fue dada de alta, luego de siete semanas, la niña seguía paralítica. Le fue prescrita una terapia intensiva en el Instituto Nacional de Medicina Física y Rehabilitación que podía mejorarla, pero no revertir su paraplejia. La empezó tardíamente, en diciembre del año de los hechos, y la abandonó a los dos meses, por falta de recursos económicos. Aquí, cuando concluye la primera parte de esta historia, la víctima vive paralizada del cuello para abajo, movilizándose en silla de ruedas y conectada a una sonda que debe ser cambiada cinco veces al día.
La siguiente etapa corresponde a la cruzada que emprendieron L.C. y su madre para obtener una reparación. En 2008, asesoradas por Promsex, denunciaron al Estado ante un comité de la ONU que dictamina violaciones de la Convención para la Eliminación de Todas las Formas de Discriminación contra la Mujer (CEDAW por sus siglas en inglés). El acuerdo compromete al Perú desde 1982. La madre, representando a L.C., arguyó que la negativa de los médicos a operarla a tiempo la privó de la posibilidad de volver a caminar, afectando sus derechos a la salud, a una vida digna y a no ser discriminada. El Estado no le brindó un servicio médico legal para preservar estos derechos, ni un recurso jurídico que obligara al hospital a atenderla. Ambos hechos eran violatorios de la CEDAW, con el agravante de que ella requería doble protección: por ser mujer y niña.
LAVADA DE MANOS
El Estado, notificado en el 2009, respondió trasladando a L.C. la responsabilidad. Debía, dijo, haber recurrido a un juez constitucional, en procura de una acción de amparo que ordenara el aborto terapéutico. O haber presentado una demanda de indemnización ante un juzgado civil. Estos argumentos fueron desestimados por el comité de la CEDAW. Había evidencia de que una acción de garantías podía demorar demasiado tiempo en el Perú. Entre 2003 y 2008 solo seis recursos de este tipo habían sido revisados por el Tribunal Constitucional, y en primera instancia duraron entre dos meses y un año. Cuando el hospital se negó a interrumpir el embarazo ya habían transcurrido dos meses desde el intento de suicidio. Esperar a una decisión judicial solo hubiera empeorado el cuadro clínico y el daño ya habría sido irreparable. En cuanto al pedido de indemnización, no resolvía el problema de salud. El denunciado, en suma, no tenía justificación. El dictamen del comité lo responsabilizó.
Como consecuencia, el Estado fue conminado a indemnizar a L.C., pero, ante todo, a establecer mecanismos para cumplir la ley en el caso de que un embarazo pusiera en riesgo la vida de una mujer. Pues el reglamento correspondiente había sido derogado por una ley de 1997, creándose un vacío jurídico. Así, no había ningún procedimiento para solicitar el aborto terapéutico previsto en el artículo 119 del Código Penal. El comité del CEDAW dictaminó en octubre del 2011. Lo que ocurrió luego constituye la tercera parte del caso. Pero antes será oportuno saber lo que le pasó a otra víctima.
EL CASO K.N.L.H.
En junio del 2001, un ginecólogo del hospital Arzobispo Loayza le dio una mala noticia a la gestante K.N.L.H., de 17 años. Según una ecografía, llevaba un feto anencefálico. El feto con esta malformación carece de gran parte del cerebro y muere a los pocos días del parto. El médico recomendó un aborto terapéutico. La paciente accedió, pero el director del hospital denegó la autorización. Debía hacerse, dijo, solo para salvar la vida de la madre o para evitarle un mal grave permanente. El 20 de agosto, un informe de siquiatría informó que la situación había provocado una maleficencia grave en la joven, afectada por un cuadro de depresión de graves repercusiones. K.N.L.H. dio a luz en enero del siguiente año y amamantó a su niña enferma hasta que murió, a los cuatro días.
Enseguida se hundió en una profunda depresión.
En 2005, el Comité de Derechos Humanos de las Naciones Unidas determinó que el Perú había violado varios artículos del Pacto Internacional de Derechos Civiles y Políticos. Determinó que el Estado debía indemnizar a K.N.L.H. y «adoptar medidas para evitar que se cometan violaciones semejantes en el futuro». De modo que cuando el caso de L.C. se produjo existía este antecedente, respecto del cual el Estado aún no había reaccionado. Y en 2007, cuando fue presentada la demanda de L.C. al comité del CEDAW, el incumplimiento persistía. Ahora mismo, K.N.L.H., representada por DEMUS, continúa sin reparación.
UN ESTADO INSENSIBLE
Algo se ha avanzado. En 2014, por fin, fue aprobado un protocolo para el aborto terapéutico, en buena medida influido por las heroínas de esta nota. Si los eventos de L.C. y K.N.L.H. se produjeran hoy, su destino habría sido distinto. Sin embargo, ¿por qué, tantos años después, aún no son indemnizadas? El Estado es insensible con todas sus víctimas, y no solo ante las que padecieron la etapa del terrorismo o con las que recurren a la Corte Interamericana. Está por verse si el tema es del gusto del nuevo ministro de Justicia y Derechos Humanos, Gustavo Adrianzén.
Por Ricardo Uceda
El Informante
Tomado de La República
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